Aratuste, aratuste, Mundakarrentzat egun hobarik ez (Carnaval, carnaval, para los de Mundaka no hay día mejor). Se entona así el comienzo del carnaval de Mundaka, delante de la que fue la morada del músico José María Egileor, impulsor de esta tradición durante la guerra civil y el franquismo.Más de doscientos hombres, los Atorrak, así llamados por el camisón blanco que llevan el domingo de carnaval, inauguran una de las celebraciones más queridas por la gente del pueblo. A lo largo de toda la mañana, recorren las calles estrechas en las que retumban los cánticos corales, acompañados por guitarras, panderos, acordeones y violines, que irónicamente critican y narran las vicisitudes costeras.
Cada año los Atorrak estrenan una canción nueva como resumen de los hechos más salientes ocurridos en la aldea desde el último carnaval. La tradición se repite desde hace unos tiempos imprecisos, aunque su primer testimonio escrito remonta a 1841 en un documento del entonces alcalde. Pero se cuenta que su origen es anterior, cuando una madrugada el conde Anton Erreka regresó a casa después de una noche de copas y, para evitar los reproches de su esposa disgustada, volvió a salir con el camisón de ella sin darse cuenta, a causa de la embriaguez.
El vecindario que se cruzaba con él empezó a seguir sus cantos alegres pensando que se trataba de un gesto incitante premeditado. No sabemos con exactitud si la leyenda es cierta, pero su verosimilitud con el hábito actual nos hace pensar que quizás tenga un fondo de verdad.
Vestidas de negro, con melenas de lana clara relucientes bajo la luz de las farolas, las caras blancas con dos círculos negros que como pozos se adentran en sus ojos, van bailando y echando irrintzis mano a mano a la oscuridad que se apodera de cada rincón. Cantan, tocan y danzan, es difícil distinguirlas, pues todas han asumido un carácter embrujado, como si el disfraz se hubiese apoderado de ellas o como si esa fuera su verdadera naturaleza, ocultada durante el trascurso de los días del año.
Es emocionante asistir al encuentro festivo entre madres, hijas, abuelas, sobrinas y nietas, todas de la mano emanando una energía hechicera por cada lado de sus cuerpos.
Poco a poco se van desvaneciendo las cuadrillas, los perfiles del hervidero se confunden con las líneas de las casas y piedras del puerto, se atenúan los ánimos, repletos de exaltación y plenitud. Por la noche, en la cama, todavía suenan en nuestros oídos esas melodías, impregnadas durante las pasadas horas de ensueño. Y la brisa invernal acaricia las sábanas, las olas restallan, la marea se lleva el cúmulo de vivencias experimentadas hoy, cada una desde su perspectiva, en su variedad. Unidas gota a gota, se duermen acunadas por una suave sensación de embrujo compartido.
Texto: Valentina Ridolfi • Fotos: Hibai Agorria