Tenemos un recuerdo desde que éramos niños: una cabalgada salvaje televisada en la cadena pública dos veces al año, el 2 de julio y el 16 de agosto que despertaba una emocionante curiosidad hacia las tradiciones seculares de nuestro país. El Palio de Siena es una carrera de de origen popular que desde el Medioevo hasta hoy en día – casi ininterrumpidamente – se corre en la suntuosa Plaza del Campo, un peculiar escenario en forma de concha cóncava en cuya base se erigen la Torre del Mangia y el Palacio Público, sede del ayuntamiento. Por primera vez sentíamos la necesidad de vivir ese evento en persona, esa explosión de ánimos que representaba un momento catártico colectivo, folclórico y especial. Decidimos entonces emprender un viaje en coche del norte de Italia hasta la Toscana.
Merece la pena atravesar el país sobre ruedas, aunque el estado de las carreteras y la osadía al volante de los conductores locales puedan desafiar la tranquilidad del recorrido. Sin embargo, la variedad del paisaje atrapa la mirada de cualquier viajero: desde llanuras diseminadas de campos de trigo y viñedos, a lozanos desfiladeros entre los Apeninos, hasta alcanzar la zona casi desértica que rodea Siena. Allí los cipreses se elevan entre la aridez de las colinas, como formando un tierno abrazo en torno a la bellísima ciudad medieval
Una vez desprendidos de equipajes y coche, nos adentramos en las antiguas calles de la ciudad, empinadas y muy cuidadas. Desde las ventanas, caían estandartes con los escudos de las Contrade (barrios medievales), las paredes estaban decoradas por farolas perfiladas con los colores de cada arrabal. Hay una rivalidad ancestral entre vecinos de barrios distintos, que durante todo el año se esconde detrás de tonos amables y buena educación, por el bien de la convivencia común. Ajenos a las vicisitudes locales, nosotros percibíamos picardía, ansia por ganar, deseo de pequeñas venganzas en sus rostros, y era inevitable notar los nervios.En cuanto nos acercamos a la Plaza del Campo, emocionados y temblantes, nos chocamos con un río de gente en cola para entrar. Faltaba una hora al comienzo de la gran carrera, y un letrero anunciaba el cierre de las vallas después de 15 minutos. Durante ese tiempo, estuvimos avanzando aplastados en la masa de visitantes, picados por el pensamiento de llegar – con toda probabilidad – justo en el momento en que se cerraría el acceso. Estábamos impacientes de demostrar lo contrario.
Por fin se abrió delante de nosotros la soleada y abarrotada plaza, majestuosa con su cara mas festiva. Pasamos, casi a empujones, por encima de la que poco después se habría convertido en la pista de la carrera, para confluir en las escamas enladrilladas de la concha. Nos paramos en seguida, dejando el paso, para descansar después de esporádicos momentos de agorafobia. Al mirarse alrededor, resultaba ineludible quedarse atónitos, boquiabiertos delante de tanta exaltación.
El desfile de los miembros de las Contrade estaba a punto de terminar, las banderas dejaban de ondear, las trompetas se aplacaban y los nervios estaban a flor de piel. De repente, del patio del Palacio del Ayuntamiento salieron los diez jinetes, sin montura, agarrados a las riendas como podían. Los caballos estaban muy agitados, asustados por el clamor y la cantidad de espectadores. Es una hazaña alinearlos en el punto de partida para que la salida se considere regular. Inesperadamente, en toda la plaza se hizo un silencio al borde de lo irreal, el único ruido, suspiros de expectación. Retumbó un petardo que marcó el comienzo de la carrera y los gritos estallaron. Era difícil ver entre tantas personas, entre smartphones sujetados por innumerables manos levantadas – que por cierto, grababan sólo cabezas y sonidos estridentes. En cuanto los caballos llegaron a la peligrosa curva de San Martín, los clamores se multiplicaron: habían caído dos jinetes y uno casi fue atropellado por su caballo. Rápidamente,
les sacaron de la pista, dejando los caballos sacudidos seguir la carrera – puesto que, según el reglamento, al llegar primeros ganarían a pesar de no tener jinete.
Tres vueltas, nada más que tres vueltas para proclamar el ganador, en este caso representante de la Contrada della Civetta (Lechuza). Acto seguido, los más atrevidos del público saltaron a la pista y rodearon el caballo ganador para felicitar a su victorioso jinete, exaltado por la adrenalina y la felicidad. Una procesión liderada por el campeón empuñando el premio – el Palio es un estandarte pintado para la ocasión por artistas renombrados – empezó a dirigirse hacia el Duomo, la solemne catedral de Siena. Allí la muchedumbre coreaba los himnos de la Civetta, mientras pasaba el umbral del acceso principal a la catedral y se introducía en masa, detrás del jinete a caballo que se acercaba a su bendición, animado por los cánticos de celebración incesante.Realmente, este nos pareció el ápice del acontecimiento, un extraño encuentro entre la religiosidad y lo profano, la sacralidad y lo irreverente. A continuación, los y las celebrantes seguirían en su barrio la fiesta, saboreada con vino – rigurosamente tinto –, embutidos locales y canciones a lo largo de la noche. Melodías oíbles desde las casas apagadas del vecindario, acurrucado en su amargura, incrédulo por la derrota, invadido por las ganas de revancha, ganas que quedarán retenidas hasta el próximo año